“Buenas noches, Los Ángeles. Feliz de poder compartir con tanta gente buena y afición a la buena música. Tanto yo como mis compañeros estamos contentos y felices y, nada, darles las gracias por estar aquí. Thank you, very much”, y comenzaron los compases de Simples Cosas.
No era verdad. El cantante no podía estar feliz. Pero se transformó al subir al escenario. Diego Ramón Jiménez Salazar, El Cigala en los discos y carteles, se ha quedado viudo. La noche antes del concierto a las dos de la madrugada, se apagaba la vida de Amparo Fernández, su pareja durante más de 25 años. Con ella tuvo dos hijos y se convirtió en el pilar más férreo de su carrera.
Flamenco enclaustrado
La audiencia ignoraba que 45 minutos antes, el artista llegó al camerino enfundado en un pijama de corte chino de raso azul oscuro, con la mirada escondida en una gafas de sol y arrastrando las babuchas. Con el cuerpo apoyado en Yelsy Heredi, su contrabajo, repetía “qué barbaridad, qué barbaridad”, mientras sujetaba la cabeza con ambas manos. A medida que pasaban los minutos, Julio César Fernández, road manager, hijo de Amparo, estrenando orfandad, comenzó a dar el último planchado al terno de luto: chaqueta con solapa de terciopelo, camisa blanca y raya en el pantalón. Diego pidió colirio para aliviar los ojos encendidos en sangre y un espray que mitigase la tristeza agarrada a la nariz. “No puedo, no puedo, no puedo”, susurraba. Pero pudo. Pudo más que ninguna noche. Más solemne y metido en sí mismo que ninguna otra actuación. El desenlace, no por esperado, ha sido menos doloroso.
Amparo no quiso alarmar al clan que dirigía con hilos invisibles. Durante seis meses se trató del cáncer que padecía con gran discreción en Miami. El Cigala comenzó a sospechar. No quedó más remedio que decir la verdad, que ese tumor sin importancia estaba tomando el control de la situación. El 8 de mayo, con la noticia caliente, se rompió en un concierto memorable en Carnegie Hall. Nueva York a sus pies. La matriarca, orden en su caos, le pidió que no dejase de cantar, que pasara lo que pasara, siguiera en los escenarios.
En Los Ángeles cumplió la promesa. Con la esposa de cuerpo presente, se entregó como si nunca más fuese a acercarse a un micrófono. Hubo espacio para el desgarro en Inolvidable y su mensaje a medida, “en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”. En Vete de mí, hizo suyo un verso: “Tengo las manos tan deshechas de apretar que ni te puedo sujetar”.
Ni un atisbo de sensiblería. Solo hubo oro macizo, como las que se adornan sus manos, muñecas y cuello, en la noche más amarga.
Con Soledad llegó el arrebato, sin apenas reprimir el llanto y la voz quebrada: “Para siempre los crespones. Ay, mi soledad. Ay, vuelve ya. Tú, vuelve ya”. La tensión fue mayúscula con Está lloviendo ausencia: “Y nos despedimos así, como si nada, sin mirarnos, sin hablarnos, sin besarnos, sin tocarnos, nos despedimos así como si nada, cada uno a su camino, cada cual con su destino. Se quedó un lugar vacío de tu cuerpo a mi delirio, laberinto insoportable de tristeza”.
No hubo bises ni largas despedidas. Tampoco una confesión final que desatase las emociones. El Cigala fue un profesional con letras mayúsculas, dejó de lado su pena para dar sabor a la vida de los demás. Entre líneas, en notas rotas, se dejó escapar el dolor, que disfrazó con un paseo por las tablas.
“Gracias a la vida”, al final de la canción del mismo título, fueron las últimas palabras del rey de los flamencos. Los Ángeles nunca supo lo que verdaderamente latía en el corazón de ese chico que se crió en el Rastro de Madrid. Diego emprendió el viaje de vuelta a República Dominicana, su lugar de residencia. Allí será la incineración de su mujer, la que por primera vez no estaba al volver al camerino. La ceremonia será en la más estricta intimidad en Punta Cana, su paraíso de paz e inspiración.
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